6:30 A.M. Estación de Tren en cualquier lugar de mi Andalucía. 1966.
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Parecía que aquel desconchón de la pared hubiera estado esperando pacientemente su mirada desde hacía años. Una mirada de despedida.
Hacía frío esa mañana de febrero, un frío que le helaba hasta el alma.
Marcos se sentía en aquel momento el hombre más olvidado del mundo. Nunca había tenido aquella sensación tan desoladora, como si un desierto de tristezas y olvidos recorrieran su mente y le aislaran de todo lo que le rodeaba: Una realidad tan tangible como la del que espera coger un tren que sin duda iba a cambiar su vida; la suya, la de su familia y el destino de cientos de personas que ni siquiera aun existían…
Ese pensamiento, esa soledad atronadora le retumbaba en su cabeza a cada segundo, lentamente, como un tañido de campanas y le traía a su memoria tristes recuerdos; del porqué se encontraba hoy frente a aquel viejo andén, del porqué de su partida, de su melancolía, de su tristeza que por momentos le hacían sentirse más y más culpable.
Marcos Juárez, sentado en aquel desvencijado banco de madera, había dejado la vieja maleta de cuero a su lado y esperaba que todo acabara cuanto antes abstraído en sus pensamientos y en un pitillo…
No era hombre de verbo fácil, no, más bien todo lo contrario; de mirada dura y aspecto corpulento, su voz desgarrada llamaba la atención e imponía respeto, incluso a los que le conocían. Aquellos que sabían que detrás de ese aceitunero fajado en mil contiendas, de pelo ensortijado y ojos grandes, que detrás de cada calada de aquel pitillo de “caldo de gallina” recién liado, se escondía un alma noble de un hombre sencillo. Un hombre que hoy sufría como nunca.
No era persona de expresar sus sentimientos fácilmente, y menos en público; pero esa triste mañana con el desasosiego en la garganta, después de tantos años, una solitaria lágrima recorría su rostro sorteando en su camino arrugas y surcos en aquel semblante de hombre de campo; para en cada recodo, en cada meandro salado, a cada paso sentir que se le desgarraba el corazón.
Porque iba a dejar su tierra para refugiarse casi al otro lado del mundo… al “Maresme”.
-¡Tan lejos! -pensaba…
Mar de olivos y “Maresme”; parecía como si la Mar quisiera como una madre acompañarlos y no dejarlos solos en el camino.
A él, a su mujer María y a sus cinco hijos; en un viaje sin retorno que comenzaba hoy sin quererlo, desde aquella triste estación de tren y que acabaría tendiendo puentes de plata, de afectos y recuerdos entre dos tierras tan lejanas y a la vez tan cercanas.
Patrias de ida y vuelta, como tantos y tantas lo hicieron, para sembrar vida, sudor y esperanzas a ambos lados. Sudores que nos sembraron.
Dos mundos que sin duda Marcos y María iban a acercar, y que unirían a muchos. Y que como tantos emigrantes comenzaban cualquier fría madrugada con un equipaje cargado de miedos e ilusiones. Dejando atrás la bendita tierra que les vio nacer; para embarcar en busca de nuevos horizontes para ellos y para los suyos…
Pero en aquel momento, en aquellas horas amargas, apenas lo pensaba, él solo podía sentir un dolor profundo y difícil, del que apenas podía zafarse apretando el cigarrillo entre los dientes… como si en cada calada buscara un bálsamo para tanto vacío.
[…]
Una suave caricia, le volvió de pronto a la realidad.
Marcos giró su cabeza y vio a su lado a su mujer, María, que lo miraba dulcemente con los ojos empañados.
Y él, por un momento dejó atrás el miedo, y la desesperanza, para aferrarse al azul de su mirada como un naufrago, porque sabía, que a su lado, todo era posible.
[…]
El revisor miró atrás por última vez apoyado en la puerta del vagón. El humo negro llenaba el recinto como una niebla oscura, y por las ventanillas aquellos hombres y mujeres miraron por última vez aquel espacio… aferrados a su destino y sus esperanzas…
Y la vida se abrió camino, navegando al otro lado del mar… un mar de olivos.
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Dedicatoria:
- A Marcos y María, dos almas hermosas que nos sembraron.