Amanecía una mañana más, pero ella ya estaba despierta.
Su mirada se perdía en el techo, envuelta en aquella sensación de vacío que la acompañaba desde hacía meses y de la que no lograba zafarse.
Y es que sentía realmente sola.
Despacio, en silencio, giró la cabeza y lo observó; podía sentir su calor, su respiración pausada, abrazado como siempre a su almohada, inmóvil, tan cerca pero tan lejos.
Y estuvo así durante un rato, contemplándolo; intentando recordar quién era, quiénes eran, dónde estaban… por qué ya no entendía nada o tal vez demasiado. Sintiendo en su interior aquella ausencia, aquella partida que la desgarraba por dentro.
Y Mónica sintió aquel escalofrío, por primera vez.
Como un viento helado, que la recorrió barriendo a su paso cualquier atisbo de duda, toda sombra de incertidumbre, y que le dejó en un segundo el alma exhausta y el corazón encogido sobre aquel lecho compartido.
Sentía que todo estaba acabando, y ya no podía evitar ese desconsuelo.
Porque esquivarlo era morir desangrada, perdiendo a cada paso la poca ilusión que le quedaba. La esperanza, de que a pesar de todo, la vida continuaba latiendo fuera de aquellos muros que ahora la atenazaban, cada vez más altos e infranqueables. Porque dentro, en aquel espacio donde los colores habían brillado tan fuertes, resplandecientes, todo se había ido apagando, languideciendo, para dibujarse ahora en blanco y negro.
Sin fuerzas se levantó del lecho, aterida, buscando el consuelo del café; aquel compañero de soledades con el que ya solamente compartía desesperanzas.
Atravesó la casa en silencio.
Los niños aun dormían, descansando ajenos a aquel desasosiego que lo ocupaba todo. Tan sólo sus risas llenaban ya tantos silencios, tanta ausencia, pero sin servir de nudo a una relación que naufragaba…
El ruido de la vieja cafetera la sacó de sus pensamientos, y aquel aroma penetró en ella como un bálsamo para darle algo de calor a un cuerpo olvidado de caricias.
Se sirvió una taza, y aferrada a ella se sentó como cada mañana, pero sabiendo que aquel amanecer era distinto. Y recordó…
Aquellas primeras miradas. Aquellos días de vino y rosas, de sueños compartidos que forjaron una vida para construir juntos. Las sonrisas, los abrazos tiernos, la pasión desbordada, la ilusión por dar y compartir; el enorme corazón de un hombre, ahora tan lejano y desconocido.
-¡Cuánto y cómo lo había querido!… caviló entristecida. Y ahora…
Pero pensó que después de haber luchado contra todo y contra sí misma, no podía ni debía engañarse. No cabían más mentiras. Ni más culpables. Ni más reproches.
El amor existía; debía existir en algún lugar, porque aquella casa estaba ya huérfana de afectos… y a pesar de todo, no podía seguir resignándose a aquella muerte lenta y dolorosa para ambos.
No quería ni debía renunciar a creer. A soñar con ese sentimiento que alguna vez había percibido cerca. Ese vendaval que nos arrastra al lado del otro cuando es verdadero, y que sí lo es, no debe cesar nunca, talado por la miseria de los días. No debía.
Aunque tal vez nunca lo había sido realmente en aquella historia, pensó.
Porque a veces, meditó, la rutina nos arrastra a vidas que no son nuestras.
Y nos empuja a mañanas, tardes y noches sin esencia ni alma, para olvidar lo que somos y lo que queríamos construir a su lado. Para adentrarnos en un universo donde nos sentimos extraños, sin aire ni consuelo. Perdidos. Perdidas.
Y ella llevaba demasiado tiempo extraviada, y no estaba dispuesta a hacerlo ni un día más. Ni un segundo más…
[…]
Los gritos de los niños llenaron de pronto todo como una sinfonía salvadora, y como un relámpago, como una brisa fresca, llegaron corriendo a la cocina para abrazarse a mamá y borrar de su mente, por un momento, tanta nostalgia.
El olor a cacao y pan tostado lo inundó todo, y la costumbre se adueño de aquella cocina; y el reloj de aquella vida prestada, volvió a contar minutos lentamente.
Él entró entonces despacio, casi sin hacer ruido y se sentó como siempre frente a ella. Ausente, sin aquella contagiosa alegría de tantas mañanas; otro náufrago sin patria.
Y sus miradas se cruzaron, por un momento, sin decirse nada. Sin hablarse como antes.
Sólo un lacónico -¡Buenos días!-… y después aquella soledad compartida.
Ella le sirvió el café…
Y con aquella enorme tristeza que la acompañaba desde los primeros rayos de sol, le cogió tiérnamente la mano y lo miró a los ojos. Los de un hombre extraviado, que la contempló de frente, alma con alma. Para descubrir en aquel momento, desde lo más profundo, que el barco ya había zarpado…
… y esta vez ya sin él.
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Dedicatoria:
A todos los corazones perdidos en busca de la felicidad.